Un pastor sorprendido por la noche en lo alto de un cerro encendió fuego para enfrentar al frío y a la soledad, de inmediato cientos de destellos iluminaron la penumbra de la roca y la tierra. Había encontrado el yacimiento de plata más grande del mundo. Guardó el secreto con ese tipo de precaución de la que nacen los rumores. Los rumores una vez legitimados en certezas, alentaron a los jóvenes pioneros criollos a apoderarse de tierras y almas, inaugurando el emprendimiento económico más sangriento de la historia del continente.
Con músculo africano, aymará, quechua y guaraní, penetraron la tierra hasta convertirla en puntales de madera, hueco y polvo. La plata removida del cerro le dio el nombre castellano de Cerro Rico y a sus pies nació la ciudad más refinada y próspera del mundo: Potosí.
La jornada laboral se medía en vidas. Se entraba al cerro por la fuerza de las armas y solo salía de él plata y tierra. En el proceso murieron más de ocho millones de indígenas y negros.
Los aymará, desconfiados de la sagacidad castellana para nombrar las cosas, bautizaron al Cerro Rico como El Cerro Que Come Gente.
Dentro del cerro hoy solamente se encuentran ausencias y apenas un poquito de estaño. La jornada laboral vale lo que se pueda encontrar.
A los 5 años de buscar en la mina, se encuentra generalmente una respiración dificultosa salpicada de toses que se fingen ignorar.
A los 10 años de buscar en la mina, se encuentra la Silicosis que no es otra cosa que llenarse los pulmones de tierra.
A los 15 años de buscar en la mina y luciendo como un tuberculoso de 70, se encuentra a la muerte desnuda, llena de polvo y tosiendo.
Potosí, la ciudad más alta del mundo respira con dificultad, sobre sus hombros El Cerro Que Come Gente sigue muerto de hambre.
Guille, Sorata, julio del 2008
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