El vestuario está vacío y el olor a cloro se siente más fuerte que nunca. Subo las escaleras saltando de a tres los escalones. Estoy recién bañado, voy apurado pensando en volver a casa a tomar una buena leche con pan con dulce de membrillo. En la cancha de basquet, aprovechando la extraña ausencia de profesores, habíamos metido un trampolín debajo del tablero y estuvimos varias horas con un amigo rebotando y jugando a hundir la pelota como los GlobberTrotters. Casi desde la salida a la calle miro de reojo para la cantina y veo que todos los profesores del club están amontonados debajo de la tele que cuelga de una de las paredes. Me arrimo con curiosidad y en ese preciso momento gritan «GOOOOL!» golpean las mesas, levantan los brazos, festejan, ríen incrédulos. Maradona acaba de meterle a Inglaterra un gol con la mano. Hablan de la revancha, de las Malvinas, de Maradona. En la tele grita como loco el relator Victor Hugo Morales que bautiza de inmediato a la mano de Maradona «la mano de Dios». Veo el replay y me doy cuenta que estoy siendo testigo de algo importante y que se esta jugando algo más que un partido de fútbol, decido quedarme y me siento al lado de los profesores a mirarlo.
Me dedico a estudiar los gestos y las reflexiones futboleras de mis compañeros de tribuna como un testigo privilegiado de un mundo que hasta ese momento me era totalmente desconocido. De repente Maradona da por liquidado el partido con un golazo a puro corazón y huevos dejando un desparramo de ingleses por el camino. Todos gritamos de nuevo pero esta vez mis compañeros insisten con muchos «QUE GOLAZO! QUE GOLAZO! QUE GOLAZO!». Se abrazan, se agarran la cabeza, golpean las mesas, putean de alegría, se ríen. Victor Hugo Morales llora mientras pega alaridos indescifrables, se olvida de ser relator y se convierte en uno más de nosotros. El más veterano de los profesores me da dos terribles palmadas en la espalda que casi me tumban de la silla y me grita: «que suerte que tenés pendejo, acabás de ver el mejor gol de la historia». Intento recibir el homenaje lo mejor posible. Siento el corazón en la garganta, se me erizan los pelos de la cabeza y se me pone toda la piel de gallina.
Termina el partido. Una sensación de camaradería y eufórico bienestar invade la cantina. Me quedo un rato comiendo una porción de pastafrola que me regala el veterano mientras escucho las filosofadas futboleras y políticas de mis compañeros de tribuna.
Me despido rapidito y vuelvo corriendo a casa emocionado.
Había dejado atrás la infancia gritando un gol argentino.
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Guillermo Urrutia, Puerto Escondido, México, exactamente 27años después.
(dedicado especialmente a Ale, Tato y Unay)
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