Las cholitas, pariendo cordilleras entre sonrisa y sonrisa, fueron poblando todo el altiplano. Ahí donde solo nacían resecos penachos de hierba, parieron hijos y criaron a los que sobrevivían al encuentro con el desierto hasta verlos grandes y fuertes como montañas.
En silencio de desierto viven, en ese silencio seco de los caseríos de adobe donde no hay luz eléctrica; un silencio filtrado por la brisa y por discretos susurros, casi carcajaditas consejos, que Las Cholitas que ya no están dejan colgando de Los Andes para guiar a las que siguen sembrando el altiplano de vida.
Ocasionalmente, cuando la dignidad reclama, fruncen el ceño y quiebran el silencio del altiplano con un incuestionable grito insurgente. Entonces tiembla la tierra y tiembla también quien les haga frente.
Un día La Vida misma, aburrida de sus rutinarias obligaciones, siempre entre el parto y el duelo, sintió curiosidad. Decidió esconderse en el atado lleno de cosas que llevan Las Cholitas sobre sus espaldas para descubrir el secreto de tanta fortaleza y fertilidad.
Con ellas aró arena y piedras para sembrar papa, maíz y quínoa, con ellas subió lagos enteros de agua desde los valles para saciar la sed del altiplano, con ellas bajó a las entrañas de la tierra buscando minerales, con ellas aprendió a respetar y a compartir las hojitas de coca que hacen amigos a los desconocidos y que alejan el cansancio, el hambre y la sed, pero no descubrió ningún secreto.
La Vida, escondida entre las cosas de las cholitas, conoció de soledades y desamores, descubrió el sacrificio, la postergación y el sufrimiento, sintió la discriminación, el desprecio y el rechazo.
Cuando no pudo soportarlo más, ofendida de vivir, La Vida, que no estaba hecha para padecer, abandonó su escondite de un salto, corrió lo más lejos que pudo y lanzó un grito desgarrador que resonó por todos los rincones del altiplano.
Las Cholitas, sobresaltadas, dieron vuelta todas las piedras del desierto buscando socorrer a alguien tan desdichado como para soltar semejante reclamo y se encontraron con La Vida temblando, hecha un ovillito, llena de tierra y espinas, acurrucada en unos pajonales enanos como un perrito que fuera brutalmente apaleado.
Estás bien? Por que gritás? Que te pasa? le preguntaron desordenadamente todas a la vez mientras descubrían que no sucedía nada grave.
La Vida se desbordó en un llanto que contenía desde el día en que nació y que cuando tocó la tierra reseca hizo brotar una planta de papas. Entre lágrimas y espasmos, llena de mocos y bastante avergonzada, les contó que había conocido el dolor y que lloraba por ellas, por tanto sacrificio y sufrimiento concentrado en tan pocas mujeres.
Las Cholitas a coro soltaron tres incómodas carcajaditas tapándose la boca con la mano. Ya se te va a pasar, le dijeron acariciándole el pelo lleno de tierra y abrojos, nosotras ya no lloramos más, se secaron nuestras lágrimas tristes en la época de nuestras tatarabuelas, ahora sólo lloramos de alegría. Tranquila, vas a estar bien, sentenciaron tiernamente como sólo las madres lo pueden hacer.
Encendieron un fueguito con un poco de paja y bosta seca para dejar a La Vida abrigada y bien acompañada, y se fueron despidiendo una por una.
La Vida, repuesta de su encuentro con Las Cholitas aprendió a llorar, pero sobretodo a valorar el misterio de sonreir.
Las Cholitas, las hijas de las madres de Los Andes, recuerdan el encuentro con La Vida con asombro, sin comprender tanto llanto derramado y siguen hasta el día de hoy con aquel porfiado propósito: parir montañas.
Guille,
Sorata, Bolivia, agosto 2008
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